miércoles, 12 de agosto de 2020
EL 10 DE AGOSTO Y LOS GUAYAQUILEÑOS. JORGE NUÑEZ SANCHEZ.
Jorge Núñez Sánchez
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EL DIEZ DE AGOSTO DE 1809 Y LOS GUAYAQUILEÑOS.1ª parte.
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Por Jorge Núñez Sánchez-------------
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Al aproximarse el bicentenario de los sucesos del 10 de agosto de 1809, han vuelto a oírse las voces de los admiradores y críticos de esa fecha histórica. Para los unos, fue el acta de nacimiento de la independencia nacional; para los otros, un simple acto de fidelismo colonial, protagonizado por los marqueses de Quito. Entre esos dos extremos, hay una gama de posiciones intermedias, que incluyen el reconocimiento de aquella fecha como el punto de partida de un complejo proceso de independencia por etapas, la afirmación de que entonces no se produjo el “Primer grito de Independencia” pero sí la instalación del primer gobierno autónomo de los criollos, y la tesis de que ahí se inició un “gobierno compartido” entre la monarquía y sus súbditos americanos, etc.
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En lo personal, debo confesar que mis apreciaciones sobre esa fecha histórica han variado con el tiempo. Hace cuarenta y cinco años, cuando comenzaba mis primeros pasos de historiador, publiqué mi primer libro, titulado “El mito de la Independencia”, en el que hice una crítica al fenómeno de la emancipación latinoamericana, vista sobre todo desde la perspectiva de los grandes intereses internacionales que la impulsaron. En ese contexto, sostuve que el Diez de Agosto no fue un movimiento independentista sino un acto de “fidelismo colonial” frente a Fernando VII, entonces prisionero de Napoleón.
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Posteriormente, tras haber estudiado detenidamente el suceso, la honestidad intelectual me llevó a matizar y rectificar la apreciación consignada en aquella obra de juventud. Fue así como publiqué nuevos ensayos sobre el tema, uno de ellos el titulado “La Revolución del Diez de Agosto”, incluido en mi libro "El Ecuador en el siglo XIX", que ha tenido varias ediciones. Usando información de archivo, hasta entonces desconocida, demostré que los próceres de agosto eran en general oficiales de los batallones de milicias existentes en la Audiencia de Quito y que algunos de ellos incluso poseían buena experiencia militar y acreditada capacidad de mando. Igualmente, probé que los conspiradores integraban los mandos y la oficialidad militar de la región central de la Audiencia y que controlaban, por tanto, todos los cuerpos de milicias ubicados en la capital y en las ciudades próximas.
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Obviamente, una información como ésta no solo vino a completar nuestra historia sino que la revisó, pues demostraba que la transformación de agosto no fue un grito desesperado de protesta, o una acción política motivada únicamente por el temor al "afrancesamiento" de las autoridades y a su consecuente inclinación hacia el gobierno usurpador instalado en la península.
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Por lo contrario, comprueba que no se trató de una "revolución social" (en el sentido cabal del término, es decir, una transformación total, profunda e irreversible de la estructura social, sino mas bien de un "golpe de Estado", con el que culminaba el progresivo control político que la clase criolla había ido adquiriendo sobre su propio país durante la época colonial, hasta llegar a convertirse en una “clase dominante a medias”, que controlaba los poderes social, económico y cultural, pero carecía del poder político, que estaba todavía en manos de los odiados funcionarios chapetones.----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
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Cosa curiosa, hay quienes se han negado a seguir esta evolución de mi pensamiento y siguen repitiendo hasta el cansancio aquellas iniciales apreciaciones mías de que “el movimiento del diez de agosto no fue revolucionario ni buscaba la independencia” y que “esto se encargaron de aclararlo muy bien sus propios autores, en multitud de documentos públicos y privados que suscribieron.” Pero interesadamente se niegan a recordar que también escribí, más adelante, que entre los verdaderos motivos y aspiraciones del juntismo quiteño estuvieron éstos:
1. “Profundo odio y temor frente a Napoleón Bonaparte y la burguesía (revolucionaria y cortadora de cabezas) de Francia.
2. Ánimo de evitar que estas colonias sigan la misma suerte que su metrópoli y caigan bajo el gobierno español de José Bonaparte.
3. Descontento de los propietarios criollos con el gobierno colonial, por su falta de participación en el gobierno del país y la insistencia metropolitana en tratarlos como colonia y no como “provincia ultramarina de España”.
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4. Deseo de evitar una agitación social que pudiese producir insurrecciones populares parecidas a las de Haití, contra las clases dominantes.”
Y cito esta última parte para aclarar que yo no me he retractado de ella, en donde radica la concepción profunda de mi pensamiento sobre la independencia, sino que, por el contrario, la he afirmado y desarrollado en mi obra posterior, como por ejemplo en mi libro “La defensa del país de Quito”, donde demostré con lujo de detalles que los mismos terratenientes represores de los movimientos indígenas de fines del siglo XVIII –como Javier Montúfar, hijo del II marqués de Selva Alegre– figuraron luego entre los líderes de la primera guerra de independencia, provocando con ello la resistencia popular a ese proceso.
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Obviamente, ello no significa que esos terratenientes hayan sido los únicos líderes del proceso emancipador, que se inició en agosto de 1809 en forma de movimiento autonomista y se radicalizó más tarde, en busca de independencia nacional. En el liderazgo de ese proceso figuraron también otros personajes, de ideas radicales, que buscaron emancipación política y reformas sociales a la vez, destacándose entre ellos el doctor Juan de Dios Morales, verdadero “tribuno de la plebe”, y el capitán Nicolás de la Peña Maldonado, nieto del sabio geógrafo Pedro Vicente Maldonado y esposo de Rosa Zárate, a quien con razón llamaron “el Robespierre quiteño”.
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Ellos y otros como ellos fueron, precisamente, los personajes que me hicieron reflexionar más profundamente sobre los sucesos del Diez de Agosto de 1809 y me motivaron a revisar algunas de esas afirmaciones de mi juventud, que fueron tan radicales como simplistas.
VISIÓN Y REVISIÓN DE LA HISTORIA NACIONAL
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Hallo que es llegada la hora de aclarar posiciones acerca de este capítulo de la historia nacional. Una cosa es analizar los hechos del pasado con una visión crítica, a la luz de la sociología o la antropología contemporáneas, para entender las acciones que tuvieron en aquella circunstancia los diversos actores individuales o los grupos sociales protagonistas (clases, etnias, grupos socio–profesionales), y otra muy distinta es erigirnos en jueces, dictar sentencias sobre un ayer inapelable o seguir viendo el mundo del pasado y del presente a través del lente regionalista, siempre empañado por el resentimiento y el victimismo.
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Y digo esto porque hay historiadores, y también aficionados a la historia, incluidos algunos buenos amigos míos, que se empeñan en mirar, analizar y juzgar la historia ecuatoriana exclusivamente bajo la inspiración y el interés localista o regionalista. Naturalmente, ello los lleva a análisis equivocados y juicios errados, porque extrapolan los hechos, fuerzan los datos y estiran las conclusiones hasta la orilla del error.
Uno de sus temas preferidos es precisamente el del Diez de Agosto, que ellos ven como una fecha “rival” o “enemiga” del Nueve de Octubre. Y como se trata de ganar protagonismo para el puerto y negárselo a la capital, no dudan en usar cualquier frase ajena, así sea sacada de contexto, o ya revisada y matizada por su autor, para afirmar que el Diez de Agosto solo fue una algarada de marqueses fidelistas, mientras que el Nueve de Octubre fue una auténtica proclama de independencia.
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Si los procesos de la historia fueran simples, llanos y se limitaran a su forma inicial, sin tener variación alguna, ellos tendrían razón: Quito fue fidelista en 1809 y Guayaquil fue independentista en 1820. Pero ocurre que los asuntos históricos son regularmente más complejos de lo que parecen, precisamente porque en su interior hay confrontación de opiniones, luchas étnicas o de clases, oposiciones generacionales o profesionales, etc. En este caso, la complejidad está dada por varios asuntos, que enumero para una mejor comprensión:
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1º. LA VARIEDAD DE OPINIONES. Al iniciarse el movimiento del diez de agosto de 1809 no hubo unanimidad de ideas ni de acciones en el bando americano. Hubo criollos conservadores, pero patriotas, que inicialmente sólo quisieron autonomía de gobierno, dentro de la misma monarquía española; es decir, algo parecido al actual “Commonwealth” británico (fue el caso de Juan Pío Montúfar y Larrea).
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Hubo criollos conservadores y absolutamente “godos”, que prefirieron morir defendiendo los intereses del Rey y de la corona española, como Pedro Calisto y su familia. Y hubo criollos radicales, que desde el comienzo buscaron independencia con participación popular, tales como Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga y Nicolás de la Peña Maldonado.
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2º. EL DENOMINADO “FIDELISMO COLONIAL”. A su vez, esto del “fidelismo” no es algo que pueda tirarse como una acusación contra los próceres de 1809 y punto, sino que merece un análisis histórico particular. Ante todo, hay que recordar que el Fernando VII al que se declararon fieles los criollos americanos de 1809–1810 era un príncipe casi desconocido, que en aquel momento simbolizaba la dignidad española, tanto ante las indignidades de sus padres, envueltos en un trío sentimental con el favorito Manuel Godoy, cuanto frente el imperialismo napoleónico, que había invadido España y luego capturado a sus reyes. Así, en gran medida, ese fidelismo expresaba el nacionalismo y dignidad de los españoles peninsulares y americanos frente a una agresión externa.
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En segundo lugar, cabe diferenciar entre una fidelidad al monarca como persona y una fidelidad a España como imperio, cuestión clave, pues lo que los fidelistas americanos expresaron, en todas partes y en todo momento, fue que se declaraban “fieles a Fernando VII”, pero repudiando la dominación española. Sólo así puede entenderse el hecho de que los supuestos “fidelistas” quiteños de 1809 le pidieran al rey Fernando, para obedecerle en la práctica, que hiciera cosas por entonces imposibles: que se fugara de manos de Napoleón, que recuperara el control de España o que se viniera a gobernar en Hispanoamérica, tal como lo habían hecho los reyes de Portugal ayudados por los ingleses.
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Y esto que afirmamos no es un juego de palabras, sino el resultado de los estudios que hemos hecho de la ideología quiteña de aquel tiempo, el cual revela que, para los próceres de 1809, el hecho de declararse fieles a Fernando VII no significaba declararse fieles a España y renunciar a su ansiada independencia, sino conquistarla a la sombra de una monarquía americana, distinta a la española. Así lo demuestra el documento subversivo titulado “Catecismo en que debe estar instruido todo fiel vasallo de Fernando Séptimo”, que fue redactado en Quito y luego enviado a varios lugares de América, para incitar a la independencia.
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En ese documento, cuyo análisis textual revela que fue escrito por el revolucionario fraile chileno Camilo Henríquez, que fuera uno de los conspiradores de 1809, se afirmaba que “el más fácil remedio” para resolver los males de la Patria Criolla era “declarar la América independiente, ajustar la paz con el inglés y ofrecer algunos millones al traidor (Bonaparte) por el rescate de nuestro amado Fernando.”
Se agregaba que con este arbitrio se lograrían otras ventajas, tales como “la felicidad de todo residente en América, (puesto) que con la existencia del Rey en ella no habrá extracción (hacia España) de los inmensos tesoros que produce; indispensablemente será cada uno poderoso.” Y se concluía con una invitación por demás expresiva: “Clamad sin cesar viva Fernando Séptimo y la América independiente; gracias al Todopoderoso por haberos proporcionado el camino de vuestra felicidad. ¡Viva Fernando Séptimo y la dulce independencia!”
Palabras más, palabras menos, eso mismo fue lo que expresó el marqués de Selva Alegre en la reunión habida en la sala Capitular de San Agustín, donde dijo:---------------------------------------------------------------------------------
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“Viva nuestro Rey legítimo y Señor natural Don Fernando VII, y conservándole, a costa de nuestra sangre, esta preciosa porción de sus vastos dominios, libre de la opresión y tiranía de Bonaparte, hasta que la divina misericordia lo vuelva a su trono, o que nos conceda la gloria de que venga a imperar entre nosotros.”-----------------------------------------------------------------------------------
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Al año siguiente, es decir, en 1810, el autor original de esta idea, fray Camilo Henríquez, volvería a tratar sobre ese proyecto de independencia con monarquía americana en su “Catecismo Político Cristiano”, donde mostraba en forma todavía más explícita su pensamiento, al decir:
“Formad vuestro gobierno a nombre del Rey Fernando para cuando venga a Reinar entre nosotros: dejad lo demás al tiempo y esperad los acontecimientos; aquel Príncipe desgraciado es acreedor a la ternura, a la sensibilidad y a la consideración de todos los corazones americanos. Si el tirano (Bonaparte) que no puede someternos con sus atroces y numerosas legiones lo deja que venga a Reinar entre nosotros.
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Si por algún acontecimiento afortunado él puede romper las pesadas cadenas que carga y refugiarse entre los hijos de América, entonces vosotros, americanos, le entregareis estos preciosos restos de sus dominios, que le habéis conservado como un depósito sagrado; mas entonces, también enseñados por la experiencia de todos los tiempos, formaréis una constitución impenetrable en el modo posible a los abusos del despotismo, del poder arbitrario, que asegure vuestra libertad, vuestra dignidad, vuestros derechos y prerrogativas; como hombres y como ciudadanos, y en fin vuestra dicha y nuestra felicidad; que si las desgracias del príncipe no tienen término, ni lo tienen los delitos del tirano.
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Entonces el tiempo y las circunstancias serán la regla de nuestra conducta: entonces podréis formaros el gobierno que juzguéis más a propósito para vuestra felicidad y bienestar, pero de contado, ni Reyes intrusos, ni franceses, ni ingleses, ni Carlota, ni portugueses, ni dominación alguna extranjera; morir todos primero antes que sufrir o cargar el yugo de nadie.”
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3º. LA LUCHA DE PARTIDOS. Un hecho poco conocido es la guerra de partidos que se desarrolló al interior de la Junta Soberana de Quito durante su brevísima existencia política. Escapa al objetivo de este artículo un análisis detallado de ese conflicto, pero podemos sintetizar diciendo que hubo entonces tres partidos políticos que se enfrentaron duramente: el radical, dirigido por el Ministro de Estado y Guerra doctor Juan de Dios Morales; el moderado, encabezado por el II Marqués de Selva Alegre, y el contrarrevolucionario, liderado por el Conde de Selva Florida, Juan José Guerrero y Matheu.
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Mientras Morales y su bando organizaban a las masas populares para la guerra contra las provincias fieles al Rey y a España, los terratenientes, obrajeros y altos dignatarios eclesiásticos, tradicionales beneficiarios del sistema social colonial, se asustaron de haber apoyado una revolución y buscaron dar marcha atrás, con ánimo de evitar un desbordamiento social que afectara sus intereses y también con deseo de hacerse perdonar por las autoridades reales.
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Es más, algunos de ellos se opusieron desde el comienzo a la transformación y de inmediato buscaron destruirla, para restablecer el poder colonial; fue el caso del Conde de Selva Florida, quien, hablando con un regidor de Quito, “le declaró su modo de pensar en orden a la revolución, el odio con que la miraba y los arbitrios que meditaba para destruirla, y restablecer a su autoridad la potestad legítima, destruida por la revolución.”
Atrapado entre sus radicales hermanos masones y sus conservadores parientes y socios de clase, don Juan Pío Montúfar se aconsejó con el Obispo de Quito, quien le recomendó devolver el poder a Ruiz de Castilla, pero solo luego de apresar y engrillar a Morales, a quien veía como el enemigo del poder real y del orden social existente.
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Al fin, Montúfar se salió por la tangente, renunció a la presidencia de la Junta Soberana y la dejó en manos de Guerrero y Matheu. Este siguió el guion acordado: disgregó al grupo radical, negoció con Ruiz de Castilla la devolución del poder (pidiendo garantías para su clase) y preparó la destitución de los Ministros Morales y Salinas, que luego fueron apresados y encerrados con grillos en la prisión.
Debido a esos conflictos intestinos, la Junta Soberana de Quito duró apenas 74 días y las fuerzas del virrey Abascal entraron sin resistencia a la capital.
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4º. REPRESIÓN COLONIALISTA Y RADICALIZACIÓN DE LA REVOLUCIÓN. La consiguiente represión española fue feroz, precisamente porque los virreyes del Perú y Nueva Granada pensaron que Quito era un peligroso foco subversivo, que debía ser eliminado de raíz. Eso explica la matanza de los patriotas el 2 de agosto de 1810 y la feroz retaliación al pueblo de Quito, donde el uno por ciento de la población murió asesinada por las tropas colonialistas venidas de Lima, Guayaquil y Cuenca. (En términos actuales, ese porcentaje equivaldría a 20 mil muertos).
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La represión produjo un efecto inverso, pues indignó a la población quiteña, ahondó el proceso revolucionario y llevó a la radicalización de las posiciones iniciales. Así, ella determinó que el partido “montufarista” optara por una independencia conservadora, al estilo de la de Iturbide en México, que no alterara en nada la estructura social pre-existente, regida por una sólida alianza entre la Iglesia y la oligarquía terrateniente y asentada sobre la servidumbre de los indios y la esclavitud de los negros.
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A su vez, estimuló al partido “sanchista” a buscar una independencia de corte jacobino y con activa participación popular, orientada a eliminar mediante la violencia tanto a las autoridades del viejo régimen, como a los nobles criollos que se habían alineado con la causa del Rey. Fue así que, en medio de la guerra anticolonial, los líderes “sanchistas” dirigieron a la plebe para el linchamiento del Conde Ruiz de Castilla y los oidores Fuertes y Vergara Gaviria; también efectuaron la captura, juzgamiento y ajusticiamiento de los realistas de la familia Calisto, y, finalmente, hicieron una “revolución en la revolución”, derrocando al gobierno de los Montúfares y tomando el poder con respaldo de las masas populares.
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5º. EL DESENLACE. Fue este nuevo liderazgo revolucionario el que condujo la última parte de esa primera guerra de independencia, bajo la dirección política del doctor Jacinto Sánchez de Orellana, Marqués de Villa Orellana y Rector de la Universidad Pública, y la jefatura militar del coronel Francisco Calderón (esposo de Manuela Garaicoa y padre de Abdón Calderón), cuyas fuerzas fueron derrotadas en Ibarra antes de que él mismo fuera fusilado en el campo de batalla.
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Actuó como Comisario de Guerra de este gobierno jacobino el capitán Nicolás De la Peña Maldonado, nieto del sabio Pedro Vicente Maldonado y quien por su radicalismo era llamado “el Robespierre quiteño”, pues se le acusaba de haber dirigido el linchamiento del Conde Ruiz de Castilla, y de los oidores Fuertes y Vergara, así como el ajusticiamiento de los Calistos.
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Tras derrotar a los insurgentes en Ibarra, Montes dispuso el inmediato fusilamiento de los jefes militares vencidos, dictó la pena de muerte contra más de cien insurgentes y ordenó la persecución, apresamiento o destierro de numerosos rebeldes, lo cual revela a las claras la magnitud de la insurgencia que el poder colonial buscaba aplastar.
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EL DIEZ DE AGOSTO DE 1809 Y LOS GUAYAQUILEÑOS.2ª parte.
Por Jorge Núñez Sánchez
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Visto el desarrollo del proceso histórico, no cabe duda que lo que comenzó como un acto de dudoso o calculado fidelismo a Fernando VII, y no a España, terminó como una guerra de independencia en toda la regla, en medio de la cual se reunió un Congreso Constituyente, cuyos diputados dictaron la Constitución Quiteña de 1812, que proclamó la formación del “Estado de Quito”, un país independiente de España.
Pero hay algo más, que es el tema que ha motivado este trabajo: hablo de la participación de algunos prestantes guayaquileños en ese proceso político que se inició el 10 de agosto de 1809. Y este es un asunto del mayor interés, porque niega de hecho las afirmaciones de que el movimiento capitalino fue solo una cosa de marqueses terratenientes de la Sierra.
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Como hemos señalado antes, dentro de ese proceso y apenas un año más tarde, el 2 de agosto de 1810, murieron los líderes de la insurgencia criolla y miles de gentes del pueblo ansiosas de emancipación, a todos los cuales no puede negarse reconocimiento histórico por un simple prurito regionalista, inspirado en el chocante afán de mostrar que el agosto quiteño no fue independista y el octubre guayaquileño sí lo fue.
Lo que no piensan esos cultores del regionalismo histórico es en el contexto en que se dieron los hechos. Para Guayaquil fue relativamente fácil proclamarse independiente a fines de 1820, cuando ya habían triunfado las fuerzas patriotas en la mayor parte de Hispanoamérica, existían gobiernos republicanos en Colombia y Perú, la flota chilena dominaba en las aguas del Pacífico Sur, los únicos reductos controlados por España estaban en la sierra andina de Quito, Perú y Charcas (la actual Bolivia) y estaba próximo a entrar el invierno en la costa del Pacífico, lo que impediría cualquier expedición punitiva española enviada desde Quito.
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Pero once años antes, en agosto de 1809, el panorama era totalmente diverso: el poder español era indiscutido en todo el continente y, salvo dos gritos de protesta en la actual Bolivia, que se eclipsaron en breve plazo, nadie se había levantado contra el poder colonial de España. Fue entonces que Quito se alzó en armas, apresó a las autoridades españolas, formó un gobierno autónomo y organizó un ejército propio, aunque todavía reconociendo teóricamente la soberanía de Fernando VII, para posteriormente avanzar hacia posiciones más radicales, buscar la emancipación total y caer vencida tras la primera guerra de independencia.
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Por lo demás, no hay que extrañarse de lo sucedido entonces, porque las emancipaciones son siempre así, tanto entre los individuos como entre las naciones. Casi nunca implican de entrada una ruptura inesperada y total, sino que generalmente siguen un proceso gradual de toma de conciencia y conquista de autonomía. Comienzan por ciertas libertades que el hijo adulto empieza a tomarse de hecho, infringiendo el orden y las normas familiares. Siguen con medidas cada vez más audaces que el hijo ensaya, tanto para probarse a sí mismo como para probar los límites de la tolerancia paterna. Siguen con la ruptura total de la obediencia familiar por parte del hijo adulto y su alejamiento de la casa paterna, en busca de libertad y soberanía plenas. Y generalmente terminan, tiempo después, con un reencuentro armónico entre el hijo emancipado y sus padres, que ya no cuestionan la independencia de su vástago.
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¿No ha sido esa la historia individual de todos o casi todos nosotros? ¿Y no ha sido esa la historia habida entre España y las naciones emancipadas de ella o entre Inglaterra y sus antiguas posesiones coloniales?
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Pero volvamos al caso que nos ocupa, para exponer un tema que los historiadores regionalistas ocultan deliberadamente, cual es el de los vínculos que para entonces existían entre Guayaquil y Quito, ciudades hermanadas desde su fundación por una mutua necesidad y una necesaria correspondencia entre una y otra. Para la segunda mitad del siglo XVIII, esos vínculos eran realmente significativos.
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En los colegios de la capital enseñaban maestros y notables hombres de cultura porteños, como el famoso jesuita Juan Bautista Aguirre y estudiaban los hijos de las más prestantes familias guayaquileñas, que allá entablaban amistades y otros vínculos sociales con las familias equivalentes de Quito; uno de estos fue José Joaquín Olmedo, que estudió en el Real Convictorio de San Fernando, regentado por los dominicos, donde fue alumno del doctor Eugenio Espejo y conoció a José Mejía Lequerica, quien sería más tarde su compañero de acción política en las Cortes de Cádiz.
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Muchos otros ejemplos podrían darse de esa relación humana, social e intelectual entre las gentes de una y otra ciudad. Bástenos citar las relaciones afectivas y de negocios del IX Marqués de Maenza, don Manuel Matheu y Aranda, que lo llevaron a residir en Guayaquil durante algún tiempo, o las acciones militares de Nicolás de la Peña Maldonado, quien, al formarse las Milicias Disciplinadas de Quito, en 1778, armó y equipó a su costa una Compañía de Infantería de Milicias, cuya primera misión fue proteger el puerto de Guayaquil de un posible ataque enemigo, puesto que España estaba en guerra con la Gran Bretaña.
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Esa fuerza miliciana quiteña llegó a Guayaquil el 10 de abril de 1780 y permaneció en ella hasta fines de 1781, lapso en el cual la ciudadanía guayaquileña admiró a De la Peña por su porte marcial, su caballerosidad y su profesionalismo en las tareas de defensa, mostrado en el entrenamiento continuo y los amagos de combate ejercitados con regularidad.
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Precisando ya la participación de algunos guayaquileños en los sucesos de la insurgencia quiteña de 1809, lo primero a destacar es que no se trató de gentes anónimas o de poca importancia, sino de personajes de gran influencia social, cuyos vínculos familiares los relacionaban con la mayoría de la sociedad criolla del puerto, si no es que con toda ella. ¿Quiénes fueron esos personajes y cuál fue su participación en los sucesos de Quito? Veámoslo:
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El primero de todos fue el doctor JUAN PABLO ARENAS Y LAVAYEN, nacido en Guayaquil, el 24 de junio de 1.768 y bautizado en la Iglesia matriz del puerto, el 2 de julio de ese mismo año. Era hijo legítimo de la dama guayaquileña Manuela de Lavayen y Santistevan, quien, tras quedar viuda del capitán español José Rodríguez de Bejarano, contrajo matrimonio con el capitán Gerónimo Arenas y de la Huerta, también español. Educado desde su adolescencia en Quito, en el Colegio Seminario de San Luis y en el Colegio dominicano de San Fernando, cursó luego en la Real y Pública Universidad de Santo Tomás, donde se graduó como abogado en 1796. Cuatro años más tarde contrajo matrimonio con Manuela Lasso de la Vega y Borja, dama de la aristocracia quiteña, con quien procrearon tres hijas.
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Al producirse el pronunciamiento quiteño de 1809, los diputados de los barrios lo nombraron “Auditor General de Guerra, con honores de Teniente Coronel, tratamiento de Señoría y mil quinientos pesos de sueldo” y mandaron a la Junta Soberana de Quito que lo hiciera reconocer por los cuerpos militares. Más tarde, al disolverse la Junta, fue apresado por las autoridades coloniales, encerrado en los calabozos del cuartel de la Real Audiencia y enjuiciado como reo de Estado. Fue uno de los líderes criollos para los cuales el fiscal Aréchaga pidió pena de muerte y confiscación de bienes. Y finalmente fue uno de los prisioneros asesinados el 2 de agosto de 1810 por las tropas limeñas del virrey Abascal, ocasión en que recibió varios balazos.
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El segundo en importancia en el asunto fue el coronel de milicias JACINTO BEJARANO Y LAVAYEN, hermano mayor de Juan Pablo Arenas y uno de los personajes más poderosos de la sociedad guayaquileña, tanto por su poder económico como por su influencia social. Fue jefe de los cuerpos de milicias de blancos y luego Jefe del Regimiento de Milicias Disciplinadas de Guayaquil (1790), alcalde ordinario de la ciudad (1782) y gobernador encargado de la provincia.
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Dueño de varios barcos de alto bordo y grandes haciendas cacaoteras, era también uno de los mayores comerciantes cacaoteros del puerto, cuyos barcos controlaban gran parte del comercio naval en el área del Pacífico, entre Perú y México. Eugenio Espejo lo nombró miembro de su famosa “Escuela de la Concordia” y en 1797 ingresó en París a la “Gran Logia Hispanoamericana” fundada por Francisco de Miranda, donde el 22 de diciembre de ese año fue uno de los suscriptores del acta de 18 puntos que constituyó la "Junta de diputados de villas y provincias de la América Meridional", de la cual fue nombrado director principal el mismo Miranda, quien comisionó a Bejarano para promover la independencia en Quito y Guayaquil.
Ello explica la reunión política reservada que Jacinto Bejarano tuvo en su hacienda de Naranjito, a comienzos de 1809, con su medio hermano Juan Pablo Arenas, su sobrino Vicente Rocafuerte y el promotor revolucionario quiteño Juan de Dios Morales, ocasión en que se debatieron asuntos prácticos sobre la próxima revolución que se planeaba contra el poder español. Así se entiende también la activa comunicación que Arenas sostuvo con su hermano Bejarano tras el diez de agosto de 1809, pese a que el gobernador español de Guayaquil, Bartolomé Cucalón y Villamayor, tenía los ojos puestos sobre Bejarano y su sobrino Rocafuerte.
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En una de esas cartas, fechada en Quito en los días siguientes al diez de agosto, Juan Pablo Arenas le informaba a su hermano Jacinto Bejarano todos los detalles de la transformación política ocurrida, lo que muestra que éste se hallaba en pleno conocimiento de los planes previos. Igual puede decirse de la carta en clave que le remitió desde Quito al coronel Bejarano, el 22 de agosto, el abogado Juan Ruiz de Santo Domingo, informándole haber entregado su carta al marqués de Selva Alegre.
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Esa carta, que cayó en manos del gobernador de Guayaquil, Bartolomé Cucalón, muestra también la participación de Bejarano en los asuntos de la insurgencia quiteña.
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Otro personaje guayaquileño que anduvo metido en esos asuntos fue Vicente Rocafuerte y Bejarano, sobrino de los anteriores y quien, como indicamos antes, participó en conversaciones previas con Juan de Dios Morales, en su hacienda de Naranjito, para analizar los detalles de una acción conjunta de las gentes de Quito y Guayaquil en pro de la independencia.
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Tiempo después, Rocafuerte anotó rememoró aquel suceso en sus "Cartas a la Nación", publicadas en 1843, precisando datos muy valiosos sobre la acción patriótica de Morales y las relaciones de fraternidad masónica que hubo entre ellos:
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"En ese tiempo, Morales y yo discutimos largamente la cuestión de la independencia de la América; convinimos en que había llegado la época que esperáramos para formar y extender la opinión de independencia, por medio de sociedades secretas; de extenderlas al Perú y a la Nueva Granada, para apoyarnos en tan poderosos auxiliares. El quiso todo lo contrario, y que en el acto mismo se diese el grito de independencia. En efecto, se puso en comunicación con el Marqués de Selva Alegre, el comandante Salinas, el doctor Riofrío y otros patriotas de Quito. Salió del Naranjito para la capital por la vía de Riobamba y logró realizar su proyecto en la noche del 9 de agosto de 1809. El 10 de agosto de 1809 amaneció instalada la primera Junta Gubernativa que se erigió en Quito, y la presidió el Marqués de Selva Alegre.
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Como él tenía íntima amistad con mi tío, el coronel (Jacinto) Bejarano, que mandaba un cuerpo de milicias muy respetable, le expidió un propio, anunciándole la revolución que se había efectuado en Quito, y suplicándole apoyase el movimiento en toda la provincia de Guayaquil, que se apoderase del gobernador de la plaza, e hiciese reconocerla autoridad de la nueva Junta. El doctor Morales me escribió con el mismo objeto, y haciéndome igual recomendación. El gobernador de Guayaquil, don Bartolomé Cucalón, supo inmediatamente la revolución de Quito (...) Corría la voz de que el coronel Bejarano y su sobrino estaban de acuerdo con los insurgentes de la capital. El gobernador (...), se presentó en nuestra casa, la rodeó de soldados, (...) nos dejó presos a mi tío y a mí en nuestros aposentos, con centinelas a la vista, dando así principio a un sumario de conspiración, y del que nada resultó por falta de pruebas."
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Lugar destacado ocupó también en ese primer esfuerzo emancipador la notable familia cacaotera de los Garaycoa y Llaguno, cuya hija Manuela Josefa –undécima de veintiuno– se hallaba casada con el coronel FRANCISCO GARCÍA CALDERÓN, cubano de nacimiento, quien llegara al país como Tesorero Oficial de las Cajas Reales de Cuenca y se pronunciara a favor de la insurgencia quiteña de 1809, por lo que fue apresado y enviado a Guayaquil y luego a Quito, siendo liberado más tarde por la Junta de Gobierno de 1810.
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Desde entonces, Calderón se afilió al bando más radical de la insurgencia y llegó a comandar, con el grado de coronel, las fuerzas quiteñas que resistieron hasta 1812 a las tropas españolas del “Pacificador” Toribio Montes . Entre los hermanos de doña Manuela estaban el doctor Francisco Xavier de Garaycoa, que fuera primer Obispo de Guayaquil y luego Arzobispo de Quito; don Francisco Ventura de Garaicoa, que fuera Procurador General del Cabildo de Guayaquil y Capitán de Maestranza, en 1777, y además Administrador de la Renta de Tabacos desde 1778; el coronel José Galo de Garaycoa, notable patriota de la independencia y héroe de Cone y Camino Real; Ana María de Garaycoa, esposa del general José de Villamil, el gran promotor del movimiento del 9 de octubre de 1820; María del Rosario Garaicoa, esposa del doctor Juan Fernando Vivero, que fuera uno de los personajes claves del Nueve de Octubre y Secretario de la primera Junta de Gobierno de Guayaquil, en 1820; Lorenzo de Garaycoa, prócer del Nueve de Octubre y coronel del ejército libertador de Quito.
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Hubo varios otros guayaquileños que colaboraron con el movimiento quiteño de 1809 o que reivindicaron las acciones de sus protagonistas cuando fue necesario. Entre estos últimos estuvo José Joaquín Olmedo, quien, junto con su paisano, amigo y hermano masón José Mejía Lequerica, defendió políticamente a los insurgentes quiteños en las Cortes de Cádiz, en 1812, y luego cantó a los héroes de agosto en un sentido poema que dice:
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CORO
Saludemos la aurora del día
para Quito de gloria inmortal,
en que osado Pichincha el primero
proclamó Libertad, Libertad.
El Pichincha indignado del yugo
lo sacude de su noble frente,
dio un bramido y se vio de repente
el rugido del león acallar:
infundióle el pavor nueva saña
y se lanza feroz y violento
¡Santo Dios! destrozado y sangriento
de la Patria se mira el Altar.
Saludemos, etc.
Mas la Patria de tantos horrores
al fin triunfa de constancia llena,
como nave que burla serena
los embates de la tempestad:
el destinó ordenó ya el sepulcro
del tirano en su loca fortuna:
fue este monte do se alzó la cuna
Primitiva de la Libertad.
Saludemos, etc.
¿Quiénes son esos genios gloriosos
que asomados desde el firmamento
mezclan gratos su armónico acento
a ese coro de canto triunfal?
Son los héroes que osados y fuertes,
con su sangre, cadenas y llanto
propagaron la verdad del santo
Evangelio de la Libertad.
Saludemos, etc.
Conservemos ilesa esta gloria
que los cielos nos dieron propicios,
no se pierdan al fin sacrificios
que festiva coronó la paz:
No profanen jamás este suelo
el error y nefanda discordia
y los pueblos en dulce concordia
vivan siempre en amor fraternal.
Saludemos la aurora del día
para Quito de gloria inmortal,
en que osado Pichincha el primero
proclamó Libertad, Libertad.
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Vistos todos estos hechos, queda evidenciado que el movimiento quiteño de 1809 no fue una simple conspiración de marqueses fidelistas y ni siquiera una acción exclusiva de la sociedad regional del centro quiteño.
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Fue mucho más que eso: una causa compartida de la naciente Patria quiteña, expresada en un plan de autogobierno criollo que rompió la calma de la noche colonial y dio inicio al proceso de emancipación hispanoamericana, que aportó tantos héroes y mártires a la nuestra América.
Y visto en la perspectiva del tiempo, fue el necesario antecedente de la independencia de Guayaquil y de toda Sudamérica, como lo señaló Simón Bolívar, al afirmar que “en los muros sangrientos de Quito fue ahogado en sangre el pacto político entre España y América y ese crimen armó nuestros brazos con el arma de la represalia.” Y esa misma razón hizo que el Libertador bautizara a Quito con el sugestivo nombre de “Primogénita de la libertad”.
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Un siglo más tarde de aquellos hechos, al celebrarse en 1909 el primer centenario del inicio de las luchas por la emancipación de España, el notable historiador guayaquileño Camilo Destruge publicó un opúsculo titulado “Controversia histórica sobre la iniciativa de la Independencia Americana”, en el que dejó consignada una verdadera lección acerca de los sucesos del Diez de Agosto.
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La reciente reproducción de esa obra de Destruge, efectuada por la Biblioteca Municipal de Guayaquil, ha constituido un homenaje intrínseco a los combatientes y mártires de esa primera guerra de independencia, entre los cuales brilla con luz propia el guayaquileño Juan Pablo Arenas, cuyo nombre lleva una de las más importantes calles del norte quiteño.
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